Pese a haberse caído dos veces en el programa largo del segundo día, Giselle Soler se consagró en Toronto; es hermana de Elizabeth, quien había ganado en los Juegos de Guadalajara 2011.
lgunas fotos atestiguan el exceso de precocidad: Giselle Soler ya soñaba sobre ruedas a los 3 años. El secreto de Gigi se explicó siempre en su carisma, más que en su genial combinación de técnica y fuerza. El primer consejo que escuchó en el patinaje artístico fue: “Levantá tu cabeza, observá al público, mostrate linda y sentite bien dentro del personaje que estás interpretando”. Giselle internalizó la lección coreográfica y de allí en más patinó con el corazón. Los triunfos en certámenes regionales, nacionales, europeos o mundiales jamás la alejaron de ese espíritu lúdico sobre el parquet, ese instinto creativo para transmitir emociones con sus suaves movimientos.
La medalla de oro en estos Juegos Panamericanos es un registro más de su pasión. Otro certificado de que disfruta su vida sobre ruedas, fundamentalmente. Al Comité Olímpico Argentino le quedó el alivio de la primera dorada del medallero nacional en esta incursión por Toronto. A ella, con sus 18 años, la enorme satisfacción de haber continuado un legado familiar: su hermana mayor, Elizabeth, se había llevado el metal más preciado en Guadalajara 2011. “Le dedico la medalla a ella. Llegué al vestuario y me puse a llorar cuando me dijeron que era el primer oro para la delegación argentina”, confesó Giselle, que se crió en el barrio de Caballito y representó a San Lorenzo y a Tristán Suárez.
No fue bueno su arranque ayer en la definición entre ocho competidoras debido a que cayó dos veces. Pero sabía que el programa largo le daría la chance de recuperarse y terminó descollando gracias a la calidad de sus saltos, en su naturaleza más completos que los de sus rivales. El público ovacionó a ese cisne vestido de color crema que bailó para lograr números inalcanzables: un total de 519,70 puntos entre los programas corto y largo, lejos de la brasileña Talitha Haas (498,30) y de la chilena Marisol Villarroel (479,70).
“Mis papás siempre me apoyan, pero igual no les quedaría otra”, se convencía Giselle a los 13 años, dejando en claro qué era lo que realmente quería para su adolescencia. Por eso resignó diversión para aplicarse a fondo en los entrenamientos, de lunes a sábados, seis horas cada día. Debía optimizar el tiempo para terminar sus tareas del colegio durante las clases. Fueron innumerables ensayos enlazando arte con gestos técnicos; su cuerpo giró durante años bajo el haz de luz de gimnasios oscuros, en un diálogo continuo entre sus piernas y las ocho ruedas de los patines.
No fue un lecho de rosas la carrera de Giselle. Su desarrollo deportivo peligró por culpa de una escoliosis idiopática. Una desviación severa en la columna casi la deja al margen de las competencias, e incluso los médicos le advertían que empeoraría si seguía patinando. Patinaba igual, aunque cada movimiento le hacía saltar las lágrimas. Utilizaba en todo momento un corset de fibra blanco para corregir el problema y se lo sacaba unos segundos antes de las prácticas en las mañanas frías del Cenard. La prestigiosa entrenadora Carolina Saldaño rememora sus comienzos: “Recuerdo la primera vez que la vi entrar en una pista, con las piernas flaquitas y sus 7 u 8 años. La vista puesta en el horizonte, con sus ojos grandes y claros. Se deslizó como por arte de magia y se generó un silencio. Entonces ya era distinta, tenía algo que hacía que dejaras lo que estabas haciendo y la miraras”. Elizabeth, persona clave para su construcción como patinadora, traza una radiografía: “Mi hermana es un monstruo. Es una persona muy imponente, ya la ves y no tiene miedo. Es una chica que marca territorio y le da para adelante, sea como fuere. Tiene otro tipo de mentalidad y es muy resuelta en lo que hace; es muy difícil verla fallar”.
Dueña de un especial magnetismo en cada mirada y cada gesto, Giselle ganó casi todo en el plano internacional. Aunque no es una cuestión meramente deportiva, hay también un condimento grande en la formación de su personalidad. “Cuando estoy en las presentaciones me compenetro mucho. Este deporte me hizo mucho más segura para la vida y para cada cosa que quiero emprender”. Ahora sólo augura un último deseo, el más grande: que el patín artístico se convierta algún día en olímpico.