El prestigioso periódico estadounidense publicó un extenso artículo en el que asegura que el país “tiene elegancia, pero parece atraer crisis”.
Argentina tiene elegancia, pero parece atraer crisis
Como una gran dama caída en tiempos difíciles, Buenos Aires se vio empañada por el colapso económico. En medio de sus cafés de estilo parisino y sus balcones de hierro forjado se alzaban las persianas bajas de los comercios. En sus grandes bulevares, los cartoneros buscaban en los basureros cualquier cosa que pudieran revender.
Eso fue en 2002, cuando cubrí el default de la deuda y la devaluación de la moneda que había devastado a esta nación. Pero es el destino de los argentinos vivir en un círculo vicioso.
De vuelta este mes por primera vez en 16 años, vi a un país atrapado en lo que ahora se ha convertido en su estado natural: la crisis. Como si viviera un déjà vu, volví a encender la televisión para escuchar a los presentadores de noticias argentinos preocupados por los rescates financieros, el hundimiento del peso y los temores de default. Los mendigos, incluso más que antes, se amontonaron en la misma esquina frente a una imponente iglesia en la avenida Santa Fe. Como ya había sucedido años antes, las tiendas anunciaban liquidaciones por el cierre del comercio.
Sin embargo, alrededor de ellos, los jacarandás florecieron en la primavera argentina. La aristocracia urbana mantuvo las apariencias, bien arreglada a pesar de sus problemas mientras caminaban por las calles repletas de edificios de la Belle Époque. Los jóvenes hipsters sacaron a relucir sus barbas en los parques urbanos más gloriosos del continente.
Este es el problema de la Argentina. Es un automóvil italiano hecho país: en la superficie, elegante y pulcro. Pero bajo el capó, se rompe una y otra vez. En resumen, Argentina se ve muy bien pero simplemente no funciona.
Considere la reciente cumbre del Grupo de los 20 que trajo a Buenos Aires a líderes mundiales, incluido el presidente Trump. Los argentinos erigieron un glamuroso centro de medios para un ejército de prensa. Lo equiparon con arte de vanguardia y ofrecieron vino de barril ilimitado, cervezas artesanales, pastas frescas y cortes raros de carne argentina. Organizaron actuaciones vanguardistas (una especie de espectáculo de tango, como producido por Andy Warhol), mientras las camareras se movían alrededor de las mesas de madera natural y rellenando constantemente las copas de champán de los periodistas.
Sin embargo, durante la gran mayoría de la cumbre, el WiFi, la necesidad más fundamental para los periodistas que trabajaban en el lugar, estaba caído. Roto. No funcionó.
Como si estuviera atrapada en la película El Día de la Marmota de Bill Murray, Argentina está condenada a repetir una historia recurrente de emergencias financieras. Casi que se puede programar el reloj para esperarla, y, preocupantemente, los intervalos entre las implosiones son cada vez más cortos.
No comenzó así. A principios del siglo XX, los libros de historia debatían si Argentina o los Estados Unidos emergerían como la gran potencia del Nuevo Mundo. Alentada por una vasta migración europea y su tierra fértil que la convirtió en un granero global, Argentina tenía más autos que Francia y era más rica que Japón.
Asaltada por la Gran Depresión, Argentina emergió de ella con relativa rapidez, pero se topó con un muro de ladrillos llamado Juan Perón.
Jonathan Brown, autor de Una breve historia de Argentina, sostiene que el ascenso de Perón marcó el inicio de la larga y lenta caída del país. El populismo de derecha con un Estado enorme despilfarró las fortunas de Argentina en ferrocarriles y puertos que fueron nacionalizados. Las políticas a favor de los trabajadores de Perón cultivaron devotos seguidores de la clase obrera, pero también sentaron las bases para la conversión de su partido en una entidad similar a un sindicato corrupto. A principios de la década de 1950, una crisis de confianza llevó a la fuga de los inversores y al aumento de la inflación.
Los gobiernos militares posteriores llevaron adelante la represión de la “guerra sucia” en la década de 1970, pero también impulsaron una mala gestión económica que se desordenaba cada vez más. El país luchó contra los brotes de inflación dañina en 1955, 1962, 1966 y 1974.
Después de la restauración de la democracia en la década de 1980, Argentina avanzó con una gran cantidad de contrataciones en el sector público, presupuestos inflados y evasión fiscal extrema, una combinación tóxica que alimentó uno de los peores períodos de hiperinflación en el mundo. En la década de 1990, la Argentina parecía estar de vuelta. Pero fue solo una ilusión, ya que una especie de nuevos ricos -fomentada por la toma de deuda, incluso del Fondo Monetario Internacional- dilapidó en el camino en lo que se conoció como “la era de la pizza y el champán”.
Eran casi indistinguibles de una opulenta clase política que estafó a la nación por miles de millones y convirtieron a la economía argentina en una bomba de tiempo. El colapso subsiguiente de 2002 se ubicaría entre las peores implosiones financieras de la historia moderna. De la noche a la mañana, los ahorros en pesos perdieron dos tercios de su valor. El desempleo se disparó por encima del 20%. La desnutrición, desconocida en una nación que una vez alimentó al mundo, echó raíces en el interior devastado.
Cristina Fernández de Kirchner, la ex presidente peronista, asumió el mando hace una década, iniciando una nueva era de estadísticas falsas y populismo. Así, el año 2014 trajo otra recesión y otra crisis de deuda. Cuatro años después, y ahora bajo el presidente Mauricio Macri, Argentina pidió el mayor rescate en la historia del FMI para tratar de mantenerse a flote.
Pero la inflación está de nuevo en alza. El peso vale casi el 10% de lo que valía hace seis años frente al dólar estadounidense. Mientras Macri trata de deshacer el populismo de Fernández de Kirchner, por ejemplo, retirando los subsidios a la electricidad, y los argentinos están sintiendo el dolor.
En una zona apenas más allá de los límites de la ciudad, Buenos Aires parece una aldea de Potemkin. El paisaje da paso a los barrios marginales en expansión, o “villas miseria”, como se las conoce aquí, tan complicadas como las que se encuentran en Lima, Bogotá o San Pablo.
Justo más allá de los límites de la ciudad, Ariel Aguilar se encontraba dentro de una fábrica casi ociosa, hablando de prosperidad y caídas. Copropietario de Luen SRL, un fabricante y vendedor de artículos de cuero, está tratando de sobrevivir en un sector que ha perdido 16.000 empleos en tres años.
Argentina tiene costos laborales relativamente altos. En una era de creciente desigualdad económica en todo el mundo, aquí una clase media tradicionalmente grande ha luchado amargamente para mantener un salario digno. Pero Aguilar tiene un problema mucho mayor.
Los productos que fabrica pueden ser hermosos, pero su modelo de negocios simplemente no funciona.
Produce zapatos y cinturones y bolsos con cuero argentino. Pero los productos químicos que necesita para el procesamiento tienen un precio en dólares. Mientras tanto, el cuero local es ahora un producto global, por lo que su precio unitario también está dolarizado.
Mientras tanto, vende a clientes argentinos cada vez más escasos de efectivo, que pagan en pesos que valen cada vez menos.
En los últimos tres años, ha pasado de 71 a 30 empleados, de 13 tiendas minoristas a 6.
Después de una serie de crisis, al menos sabe cómo funciona.
“Vendemos nuestros coches, nuestras casas; hacemos lo que sea necesario para seguir adelante”, dijo. “Hacés todo para mantener a tu compañía. Porque sabés que estás de vuelta en la rueda”.