Nadie en el mundo duda que Fidel Castro, máximo líder de Cuba durante más de medio siglo, sea un ícono del siglo veinte. Un abordaje serio sobre su vida requiere profesionales que primero aporten el “dato” y después su “opinión”. Cuando esto no sucede, los fanatismos ocupan la escena, suprimen el debate científico y reducen el análisis a una mera cuestión de fe. Y vale decir, que este tema puntual ha forjado un verdadero oligopolio religioso en el que coexisten dos sectas: “los detractores” y “los soldados”, de Fidel. He aquí un intento por gambetear la obcecación del fanatismo, en honor a la verdad.
En enero de 1959, cuando un grupo de rebeldes liderados por Fidel Castro tomó el poder en Cuba, derrocando al dictador Fulgencio Batista, el frío y la perfidia se apoderaron de las relaciones cubano-estadounidenses. En abril de 1961, exiliados cubanos apoyados por los Estados Unidos intentaron –sin éxito– darle jaque mate a Fidel con una operación militar conocida como la invasión de Bahía de Cochinos. Castro consolidó un gobierno que despertó amores y odios.
En 1981, en plena Guerra Fría, Washington implementó una política más hostil para evitar el avance del comunismo y de la Unión Soviética en América. La frase de Ronald Reagan sintetizó perfectamente el interés nacional del país del Norte: “los gobiernos totalitarios de derecha son recuperables, mientras que los de izquierda, no”. Es evidente que el verdadero interés de los Estados Unidos residía en evitar el avance del oso soviético en el continente americano. La Operación Cóndor es una prueba de ello. Fidel Castro fue el dirigente que en el Siglo XX ejerció la más extensa y más profunda influencia sobre una nación en todo el planeta. Y fue, sin dudas, el líder con más peso en Latinoamérica en cinco décadas, porque encarnó en el continente la imagen globalizada de la expresión antiestadounidense. El punto máximo de fricción, para algunos, se dio en junio de 1960, cuando Fidel giró bruscamente a la izquierda. A partir de allí, las relaciones con Estados Unidos se resquebrajaron, pero la ruptura diplomática bilateral formal se concretó en enero de 1961, cuando los Estados Unidos cerraron su embajada en la isla. Al año siguiente, Cuba recibiría un nuevo garrotazo: fue expulsada de la Organización de Estados Americanos (OEA), sanción política hemisférica por haberse declarado marxista-leninista.
Fidel fue “Fidel” merced a su talento y perseverancia, pero también lo fue, gracias al lugar que Washington le brindó. Para muchos, liberó a un pueblo de la opresión estadounidense y regó de dignidad el suelo cubano, mientras que para otros se trató de un genocida oportunista que cambió una dictadura de derecha pro-imperialista, por otra dictadura que con discursos demagógicos progresistas logró entusiasmar a las masas, pero que atropelló sin pausa los derechos humanos y silenció toda disidencia. El escritor peruano Mario Vargas Llosa, quien se autodefinió como un “castrista desilusionado” expresó en su columna del diario El País: “espero que esta muerte abra en Cuba un período de apertura, de tolerancia, de democratización. La historia hará un balance de estos cincuenta y cinco años que acaban con la muerte del dictador cubano. Él dijo que la historia lo absolverá y yo estoy seguro que a Fidel no lo absolverá la historia”. En el extremo opuesto, el cantautor Silvio Rodríguez le dedicó unas palabras a Castro desde su blog Segunda Cita: “gloria eterna a Fidel y le envío sus condolencias a la familia Castro, al pueblo cubano y al Universo”. El mensaje más duro fue el del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump:”¡Fidel Castro está muerto!”.
Lo expresado revela que el líder de la revolución cubana nunca pasó desapercibido. Despertó aceptación y rechazo alrededor del mundo. María, una histriónica dama cubana de 73 años que lucía una colorida blusa y ojos bondadosos, repartía cálidos abrazos y generosos besos cuando su hija le avisó que el corazón de Fidel se había detenido. La mujer estalló en llanto y exclamó: “No es posible, Fidel no muere. Lo vi con mis propios ojos llegando el 8 de enero de 1959 a La Habana. Era una caravana de combatientes gloriosos. Estaban el “Che”, Camilo, Raúl y otros más. Fue un momento precioso, estábamos contentos porque inundaron esta tierra de dignidad”. Para María, el alma de Fidel es inmortal como su gratitud para con su Comandante…
Por su alineamiento durante la Guerra Fría, por la crisis de los misiles que puso en vilo al mundo entero y por su involucramiento en Angola, sería ingrato aseverar que Cuba fue un mero peón de Moscú. Ningún investigador académico serio deja de reconocer la vía propia que Cuba siguió en apoyo a los movimientos revolucionarios de los años 1960 y 1970. Cuba ha despertado una admiración en las juventudes rebeldes de la época y un profundo interés en vastas generaciones latinoamericanas, africanas y asiáticas.
Ahora bien, quienes logran unos gramos de objetividad (o al menos menguar su subjetividad) para analizar el fenómeno cubano, cuestionan si era necesaria la instauración de un modelo de partido único, con una economía estatizada y un autoritarismo que limita hasta el internet en la isla para evitar el contacto con el exterior. Lo cierto es que el régimen castrista fue y es una realidad, más allá de su aceptación o rechazo. Pero esto no significa justificarlo a cualquier precio. El “éxito” del régimen de Castro es más ideológico que material, y para esto, los Estados Unidos cumplieron un rol importante: durante la Guerra Fría garantizaron la protección de Cuba por los soviéticos, implementaron el embargo del gran “Goliat” sobre el “pequeño David” y en la década de 1980 exportaron su sistema político, económico y militar a muchas dictaduras del mundo, específicamente de América Latina. Tras el fracaso de apertura que intentó Mijaíl Gorbachov en 1989 en la URSS, Cuba siguió siendo comunista pero perdió su relevancia geopolítica. No obstante, para los aficionados del anti-imperialismo y los que siguen soñando con un cambio radical del statu quo mundial, Cuba sigue siendo una referencia casi obligatoria y claro está que quien piensa en Cuba, piensa en Fidel. Tras la implosión de la URSS, la isla tropical padeció una gran dificultad económica. A partir de entonces, se intensificó la elocuencia anti-estadounidense del “Patriarca” de la Habana. La metamorfosis global que implicó el fin del sistema bipolar, significó un golpe demoledor para la economía cubana y el camino hacia el aislacionismo internacional de la isla. El cruel embargo estadounidense tuvo mucho que ver con la desventura de Cuba, pero también justificó un discurso de “resistencia” cuando quizás, la virtud hubiera sido lograr la búsqueda de la necesaria adaptación al nuevo escenario internacional. El embargo estadounidense, vale decir, buscó también un rédito político interior. Fue parte de una estrategia electoral orientada a galantear el voto de los cubanos exiliados en Estados como New Jersey y Florida. El bloqueo económico, fue también un valioso argumento cubano para sostener un esquema de poder cerrado, unipersonal y enemigo del disenso. Para Fidel, la democracia era un riesgo porque podía engendrar el avance estadounidense sobre la voluntad popular. Con la llegada al poder de Hugo Chávez, en Venezuela, en 1999, Cuba halló durante unos años, algunas bocanadas de oxígeno que necesitaba para paliar sus problemas económicos, pero fueron insuficientes para el desarrollo integral del país.
Otro hecho relativamente reciente y resonante, se dio en diciembre de 2014, cuando Raúl Castro, actual presidente de Cuba, en un discurso televisado, dio a conocer la noticia del restablecimiento de relaciones con los Estados Unidos y agradeció las gestiones realizadas por el Vaticano, que permitieron la liberación de Alan Gross y de tres agentes cubanos presos en territorio estadounidense. Pero Donald Trump, ya en campaña se manifestó en contra del proceso de acercamiento que protagonizó su predecesor. Nadie sabe qué hará ahora que promete hacer “todo lo posible” en favor de Cuba. Deberá elegir entre decepcionar al mundo o traicionar a sus votantes de La Florida.
Raúl Castro, sabe que la Casa Blanca construyó a Osama Bin Laden, Saddam Hussein y Fidel Castro. También sabe que él puede ser el próximo enemigo erigido por Washington si esto le fuera funcional a los intereses del país del norte. Y esta vez, ya no contará con la presencia física de su hermano Fidel.
Hay informes que revelan la obsesión de la CIA por liquidar al portador de una de las barbas más reconocidas en el mundo. Según Fabián Escalante, encargado de proteger a Fidel Castro, al líder cubano lo quisieron asesinar en más de seiscientas oportunidades. Contó también que hubo dos conocidos intentos por desacreditarlo. Uno fue contra su reconocida barba, en 1975, cuando algunas creencias sostenían que el poder y la atracción de Castro residían en su barba. La CIA pretendía que la perdiera para mostrarles a los cubanos que el líder era vulnerable. El plan contempló poner un producto químico en los zapatos o en un puro de Castro, para que una vez que lo absorbiera le provocara la pérdida de su barba. Otro intento por hacerle perder crédito fue cuando la CIA planeó gasear con una sustancia similar al LSD en un estudio de radio en el que Castro daría una transmisión para que comenzara a divagar y los cubanos pensaran que su líder había perdido la razón. Pero ningún plan logró cumplir su objetivo.
En lo que atañe a peculiaridades de la personalidad de Fidel, a diferencia de otros líderes comunistas históricos como Vladimir Lenin y Mao Zedong, que tienen suntuosos mausoleos donde se exhiben sus cuerpos embalsamados para que sus pueblos les rindan tributo, el líder de la Revolución cubana, pidió que lo cremaran. Sus cenizas serán trasladadas al Cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba. Fidel prohibió los monumentos y estatuas que honraran a dirigentes vivos porque, según su concepción, eran perjudiciales para los objetivos de la revolución. Cuentan que en 1959 el escultor italiano Enzo Gallo Chiapardi erigió una escultura de Fidel poco después de que sus rebeldes derrocaran a Fulgencio Batista. Fidel ordenó destruirla y posteriormente prohibió la conmemoración de seres vivos con monumentos o nombres de calles. La llamó la Ley de la Revolución, como lo dijo en un famoso discurso que ejecutó en marzo de 1966. En Cuba no hay monumentos en su honor, ni estatuas, ni calles, ni ciudades que lleven el nombre de Fidel Castro. Y tampoco habrá un mausoleo con su cuerpo embalsamado donde la gente pueda rendirle tributo. “Los que dirigen son hombres y no Dioses”, vociferó Castro en varias ocasiones. La pregunta que surge de modo casi automático, es: ¿cómo mantendrán vivo el recuerdo de Fidel Castro sin monumentos como los que se han erigido para otros poderosos líderes comunistas? Dos ejemplos de esta práctica son: la Tumba de Lenin, situado en la Plaza Roja de Moscú, y el Mausoleo de Mao Zedong, en la Plaza de Tiananmen, en Pekín. Lo concreto es que Fidel siempre se refirió sólo a los dirigentes vivos. Esto abre la posibilidad para que en los próximos meses veamos su nombre en alguna obra, porque todo pareciera indicar que en Cuba y en los pueblos subyugados, el mito de la revolución bonita tropical se resiste a morir.
Para algunos, Fidel fue un ser supremo, un guardián de los cubanos; para otros, fue un pragmático que se fue embebiendo a medida que avanzó el proceso revolucionario, en algunas de las ideas de la época. El líder que lloran millones de personas, fue un hombre de acción, un intuitivo y un gran jugador en el tablero de la Guerra Fría, principalmente por el espacio geográfico en que estaba ubicada la isla. Mientras muchos debatían jocosamente y jugaban a la revolución, verbalmente, Castro movía sus fichas en serio. Tal vez su única ideología consistió en conquistar el poder y conservar la vida del régimen político cubano que impuso. No obstante, la evidencia empírica reveló que centenares de miles de personas colmaron la Plaza de la Revolución de La Habana –espacio simbólico donde el líder revolucionario ejecutó apasionados y maratónicos discursos que lograron conmover a millones de corazones esparcidos en distintos puntos del globo– para despedir y honrar a su Comandante.
Es atinado observar algunos conceptos de Nicolás Maquiavelo, vertidos en su polémica obra “El Príncipe”, que tal vez contribuyan a entender un poco mejor el modelo cubano forjado por Fidel Castro. El escritor y estadista florentino, considerado el padre de la Ciencia Política moderna y uno de los exponentes del realismo político, en su impactante libro, expresa que un hombre puede llegar a ser príncipe por virtud o por fortuna. Llegar al gobierno por virtud, suele ser más dificultoso porque requiere oponerse a una cierta situación instalada, tener el valor y la fuerza necesaria para introducir nuevas leyes, costumbres, instituciones. Todos aquellos que se beneficiaban con el estado de cosas anterior van a ser enemigos y aquellos que se beneficiarán no son grandes defensores porque temen a los grandes, a su reacción y porque no creen seguramente en que se produzca un verdadero cambio. A los cambios que se introducen hay que acompañarlos con la fuerza, porque la persuasión es difícil de sostener. Para Maquiavelo los cimientos del principado son buenas leyes y buenos ejércitos, pero rechaza los ejércitos mercenarios porque son fuerzas ambiciosas, desunidas, indisciplinadas y desleales, ya que combaten sólo por dinero, por lo tanto, reivindica las milicias ciudadanas. Es dable apreciar que las analogías con el régimen castrista sobran. Lo concreto es que Fidel supo cómo construir poder y cómo conservarlo, aunque para ello tuviera que vulnerar la moral, la libertad y otros derechos humanos. Maquiavelo señala que un hombre puede llegar a ser príncipe también por “fortuna”, pero si bien esto posibilita que fácilmente llegue a ser príncipe, también provoca que sea muy difícil mantener dicho principado porque depende de la voluntad de quien les ha concedido el principado y ese es un factor muy inestable. Castro llegó al poder con armas propias, liderando un equipo de súbditos disciplinados que compartían ciertos valores de lealtad, que iban más allá de cualquier determinación a la acción sólo por el estipendio. Y le sobró valor para introducir nuevas leyes, costumbres e instituciones, es decir, un nuevo sistema político. La diferencia entre revolución y reforma, es que aquella consiste en la sustitución de una élite por otra élite, mientras que en la reforma, los cambios se producen dentro de la misma élite gobernante. No quepan dudas que en Cuba se produjo una verdadera revolución. Fidel pareciera haber tomado nota de cada palabra esbozada por Maquiavelo en lo concerniente al poder. Su obra de gobierno es la materialización de muchos conceptos esgrimidos por el estadista y pensador florentino, quién convulsionó al mundo por diferenciar diametralmente, la política de la moral.
Volviendo al duelo cubano, en el escenario actual, no es oportuno afirmar que la muerte de Fidel haya dejado una isla a la deriva, porque esta vez, la respuesta no está en la Habana, sino frente a su costa septentrional. Sólo Trump sabe qué formato cobrará desde ahora la democracia estadounidense y qué planes tiene para Cuba. Barack Obama y Fidel, ya no serán los arquitectos encargados de mejorar este camino bilateral sinuoso. El futuro dirá si la muerte del líder de barba exótica reemplazará más medio siglo de hostilidades (entre Washington y la Habana) por vientos de distensión y colaboración, o si se agudizarán las discrepancias con la llegada de Trump a la Casa Blanca. El tiempo, decretará también, si el magnetismo de Fidel atravesó o no la muerte. Por el momento, desde que la televisión cubana confirmó la noticia de su fallecimiento, la isla emblema de la Revolución quedó sumergida en silencio y en una feroz pulseada sentimental entre quienes consideran a Fidel Castro como una leyenda comunista perdurable y quienes lo definen como un pragmático repudiable.